por Samuel O. Libert
Tenía dieciocho años y había ido a predicar ante una pequeña congregación en uno de los suburbios más pobres de la ciudad. Con el impulso propio de la edad dije algunas palabras muy fuertes, amonestando a los hermanos. Uno de ellos, anciano, interrumpió mi sermón y, puesto en pie, me dijo: «Usted es un mentiroso y un hipócrita». No supe qué hacer ni qué decir. En ese momento todos guardaron silencio y yo me sentí impulsado a abandonar el púlpito. Pero no lo hice. Con los ojos nublados por las lágrimas traté de terminar mi mensaje sin referirme al incidente, agregué algunas frases más o menos incoherentes, e inmediatamente regresé a mi casa. Me sentía profundamente herido, humillado, agraviado, y lloré largamente. No quise reconocer que en mi mensaje yo había sido injusto con la congregación. Tampoco pensé que la reacción del anciano que me había reprendido era comprensible, pues había sido provocada por mi propia altivez. Además, considerándome lastimado por una grave ofensa, no tenía la menor intención de perdonar al culpable de esa agresión verbal. Comencé a cultivar pensamientos tan extravagantes como: «Esto me pasa por ser líder. Es el precio que tengo que pagar por el liderazgo. Soy una víctima de la agresión del pueblo, como Moisés en el desierto», etcétera. Hay muchos líderes que se sienten víctimas. En esos días me sentí un líder víctima. Es más cómodo sentirse víctima de una injusticia ajena que reconocer la injusticia propia. Abusando de mi condición de «líder incipiente» yo había prejuzgado a un grupo de fieles cristianos. Ser líder no significa ser juez. Gracias a Dios, muy poco tiempo después el anciano y yo pudimos llegar a una genuina reconciliación y a comprender mejor los valores del pasaje de Mateo 7:1-5.
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