Sexta lección: El líder sabe ganar y perder sus batallas

por Samuel O. Libert


Todo líder tiene que acostumbrarse a perder algunas batallas. A veces perdemos en un debate con los demás miembros del equipo, porque los demás tienen razón y nosotros no. Otras veces, aunque tengamos la razón, también perdemos porque ellos analizan el asunto desde otro punto de vista. Lo difícil es decidir qué pasos vamos a dar después de perder la batalla. En general, las batallas protagonizadas por el liderazgo no son sobre temas teológicos sino sobre criterios administrativos y otros asuntos prácticos. Por ejemplo, suele ser un debate relativo a la computadora que hay que comprar para la tesorería, porque es necesario reemplazar el modelo que estamos usando actualmente. O una discusión sobre las características que debe tener la ampliación y reparación del edificio dedicado a la educación cristiana. O un estudio para coordinar los calendarios de actividades de todos los organismos de nuestra iglesia. Etcétera. Si perdemos la batalla, el primer paso es aceptar la voluntad de la mayoría, salvo que la mayoría haya tomado decisiones antibíblicas, como —por ejemplo— suprimir la Cena del Señor, abandonar la práctica del bautismo, o negar alguna doctrina fundamental. Fuera de tales excepciones, es bueno someterse democráticamente a lo que los demás hayan resuelto aunque no nos agrade el tipo de computadora o el color de la pintura del edificio. El segundo paso es no comentar con otros hermanos nuestro disgusto por la decisión adoptada. La siembra de críticas produce malos frutos, sobre todo cuando procede de un líder. El líder no ha de ser hipersensible, sino maduro.



Hay denominaciones, iglesias y organismos varios que eligen a sus directivos mediante el voto de sus miembros. Si un líder no resulta nombrado, debe aceptar ese hecho sin sentirse menospreciado por sus hermanos. El liderazgo no siempre depende del cargo que uno ocupa. A Diótrefes le gustaba «tener el primer lugar entre ellos» (3 Jn. 9); pero él no era realmente un líder. Los que no son verdaderos líderes se envuelven en guerras despiadadas contra hermanos que están en el liderazgo, como si ignorasen que Dios nos ha dado espíritu de dominio propio (2 Ti. 1:7) para todas las circunstancias.



El tercer paso es orar por los que ganaron la batalla y brindarles nuestro amor fraternal. Un predicador latinoamericano dice: «no ores a los santos; ora por los santos, por tus hermanos en la fe». La oración favorece la unidad. En mi congregación hay un equipo de 56 líderes fieles, hombres y mujeres que sirven al Señor y trabajan en la iglesia. No todos piensan igual. No todos tienen los mismos criterios. Pero ellos saben ganar y, sobre todo, saben perder batallas. Permanecen unidos en sus respectivos ministerios, sin magnificar sus diferencias de opinión. Eso es lo que Pablo pidió a Evodia y a Síntique (Flp. 4:2). Así la iglesia de Filipos podía regocijarse en el Señor.

Liderazgo MVP el lugar que necesitaba el líder cristino.